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¡Ay!, Dios, este es mi hombre
A las ocho de la
noche ya era oscuro y en el portal los mosquitos zumbaban y festejaban cada
sorbo de sangre de la víctima que parecía absorta en la conversación del hombre
joven que había venido a visitarla. Marina estaba decidida a comenzar una nueva
relación por lo que se acicaló lo mejor que pudo para la cita.
Ceferino ese era
el nombre del susodicho, un nombre que a Marina le parecía demasiado viejo para
tan distinguido y apuesto pretendiente, que en sus quizás casi treinta se
miraba diferente al resto. Ojos negros, piel morena, cabello lacio. Parecía
sacado de una telenovela, aunque ya ella no estaba para eso. En su interior
sabía que no era necesidad exacta de hombre lo que la exasperaba en las noches
largas sino la falta de todo, la escases, la miseria. Y Ceferino tenía unos
brazos musculosos de trabajar en la construcción cargando sacos de cemento y no
estaba flaco. Ella además se aseguró de preguntarle si fumaba o si bebía y la
respuesta fue un no rotundo.
—¡Ay!, Dios, este
es mi hombre. Diosito lindo me lo ha puesto en camino, —se dijo mientras se
preparaba para recibirlo.
El día en la
oficina había sido agotador. La humedad y el calor la habían obligado a darse
dos baños, uno al mediodía y otro una hora antes de que llegara Ceferino. Y
ahora mientras aparentaba que no sentía a los mosquitos picándola las gotas de
sudor le resbalaban hasta el mismísimo punto donde se juntan las nalgas. Se abanicó
un poco con las manos y le dijo a Ceferino que iría por un vaso de agua. De haberlo pensando un poco y de haber estado más
enfocada en el hombre, en su mirada y menos en sus pensamientos no se hubiera
adentrado en la casa… Ceferino la siguió. Después todo fue como en un mal
sueño. La arrastró hasta la cama y empujándola con fuerza al tiempo que le
bajaba el pantalón le introdujo un dedo y luego dos. Ella hubiera gritado pero
el hombre le tapaba la boca con lo que al principio pareció un apasionado beso.
Marina sintió como la penetraba una y otra vez. Supo que estaba atrapada. No
había manera de que pudiera quitarse al hombre de encima. Su instinto de
supervivencia la hizo relajar el cuerpo y Ceferino entonces la obligó a ponerse
en cuclillas sobre él y mientras le manoseaba el clítoris y tras exigirle que
ella se abriera las nalgas, le puso sus manos grandes en los hombros y la hincó
contra su miembro. Sin darle espacio a recuperarse poniéndola boca abajo se
solazó en ella hasta que no pudo más y eyaculó.
—Te gustó —preguntó.
Marina le sonrió
aparentando una calma y satisfacción que no sentía. Él en lo que se subía los pantalones
miró el reloj y quiso saber:
—¿Nos vemos
mañana?
Marina no
respondió. No podía responderle y los segundos literalmente le comenzaron a
parecer horas. No veía el momento en que por fin Ceferino desapareciera de su
vista. Los ojillos de él brillaban y ahora tenían un halo de triunfo y poder aterrorizantes.
Marina dio unos pasos hasta la puerta y él volvió a apoderarse de ella. La tiró
contra el suelo y comenzó a mordisquearla. Se abrió la portañuela y le hizo que
abriera la boca. No paró hasta llenarla de semen…
El parque es uno
de esos sitios que a la gente del pueblo le gusta recorrer quizás por las
sombras de los árboles o por las estatuas de jaspe que se levantan en el lugar.
Nadie lo sabe. Marina pasaba en ese instante justo enfrente de una que recuerda
a una adolescente y su primera comunión. Se le erizaron los pelos cuando en la
lejanía divisó a Ceferino. No había vuelto a verlo desde aquella noche. No
quería verlo. En un intento por escapar tropezó y su cabeza fue a dar justo
contra la piedra que servía de pedestal a la virgen de mármol. Fue un solo
golpe seco, fatídico, que nadie escuchó. Mientras en la distancia Ceferino se
alejaba.
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