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La Habana: de Capuletos y Montescos
Capítulo II
La Habana amada y vilipendiada. Una urbe bella que en unos años va a
desmoronarse. Dejará de mostrar el esplendor de sus edificios y de sus calles y
la alegría de su gente. Dejará de ser lo que es para convertirse en casi
escombro y basura acumulada. Acabarán los subsidios, los envíos de esto y de lo
otro desde lo que ahora parece fuerte e indestructible: el Socialismo. Acabarán
los precios preferenciales. Nacerán nuevas generaciones y no sabrán de juguetes
porque sencillamente no habrá. Crecerán, los cubanos, sin Internet y lo que es
peor sin apenas alimento que llevar a la boca. Desde los Estados Unidos
arreciarán las medidas para recrudecer el “embargo” lo que en la isla comunista
se conoce como “bloqueo económico comercial y financiero”, una medida impuesta
prácticamente desde que Fidel Castro asumiera el poder en mil novecientos cincuenta
y nueve. La intransigencia revolucionaria y el enemigo. Cada uno situado en su
bando, inclaudicables, como Capuletos y Montescos, solo que, al estilo moderno,
sin capa ni espada. Hechos al arrebato de los hombres, a la imagen y semejanza
de sabrá dios cuál deidad.
La Habana dejará de ser la novia y se trocará en la otra. Andarán las jineteras, las prostitutas del Período
Especial, vendiéndose en cada esquina posible, asustadizas porque o bien les
toca un extranjero y sus mañas o la cárcel; pero se mantendrán fieles a su
encargo social sin que les importe el qué o el precio que tengan que pagar para
poner el pan en la mesa y unos escasos trapos en el ropero maltrecho. Algunas
cuando pasen los años no querrán escuchar la palabra jinetera ni reconocerse como tal. Otras bendecirán el momento que
las puso lejos del hambre y del calor, de la miseria y de la angustia. Amarán a
su hombre, conformarán una familia y harán suyo, no sin nostalgia, al país que
las acoge. Habrá las que encontrarán la manera de sacar a su chulo con ellas; y
las que simplemente vivirán resignadas celebrando la navidad y abriendo los
regalos del Babbo Natale si les tocó
Italia por destino. Que no todo va a ser Roma y sus basílicas, también se irán
a México o al país del menso que logren engañar siempre que la suerte las
acompañe. Se irán con el primero que aparezca no importa si les dobla la edad o
no, ellas le jurarán amor eterno. Preferible eso al hambre. Y aunque no se diga
y aunque no haya cifras ni estadísticas habrá las que serán engañadas y
llevadas al “paraíso” de la prostitución por menos que un plato de lentejas,
formaran parte del triste ejército de esclavas sexuales, morirán en la agonía
del anonimato sin más esperanza que la de ver transcurrir un día tras otro, en
dolor.
A nadie va interesarle nada. Todos detestarán como nunca a los mosquitos y al calor. Apenas estarán pendientes del qué llevar a la mesa y de jinetear en las aceras al dólar americano. Y cuando llegue el dos mil dieciséis y tenga lugar la histórica visita del presidente Barack Obama a la isla, cada quien seguirá su rutina escéptica. Regresarán las oleadas de migrantes que aun por esta fecha se desconocen. Después será lo insólito, la gente va a quedar varada a las puertas del sueño americano y de nada valdrá ni Changó ni San Lázaro para quitarse al “atravesao de encima”. Parirán las mujeres frente a las puertas del paraíso sin poder entrar ni saber qué hacer. Habrá quienes tras la hecatombe pedirán asilo político. Otros se aclimatarán a México y aprenderán a vivir en Centroamérica o se negarán rotundamente a las limosnas que van a ofrecerles algunos países.
Y mucha gente en La Habana quedará lamentándose de su mala suerte y hablando peste de la administración norteamericana; y del difunto también. No faltará quien se burle de la vida y de la muerte:
—Chico, lo que viene ta malo,
fíjate que no aguantó al nuevo… ¡y mira que enterró a gente!
Pero, lo que pocos podrán explicarse es que no será el fin a pesar de los
augurios de quienes tiran los caracoles o leen las cartas. A pesar del
horóscopo y de los atentados al “mundo civilizado”, la gente se acostumbrará al
nuevo orden sin poder develar los mitos que circunvalan a la isla.
I
La Habana se levanta majestuosa para saludar a los recién llegados, camina
con donaire europeo mientras una llovizna fría anuncia un Norte que está
entrando. La capital de todos los cubanos es preciosa.
Al aeropuerto fueron a recibirla unos primos y una tía. El padre no se
apareció.
—Es lindo. ¿Qué nombre le pusiste? —le preguntan sin darle tiempo a
responder, sin permitirle un respiro con el deseo sano de hacerle saber que ha
llegado y que es bien recibida. Que todos están contentos con su regreso a
casa.
—Se parece a su abuelo, —dijo la tía.
—Yo creo que se parece a su papá —dice alguien que ella no logra
identificar en medio de los abrazos.
Y el niño comenzó a gritar en señal de que no le gustaron los rostros
extraños. Todo el trayecto hasta la casa, situada en un pequeño poblado de la
provincia La Habana, se lo pasó llorando.
—Es el calor. A los “bolos” no les gusta mucho...
— ¿Qué calor, Camilo Peña, si hoy está haciendo frío? —objetó la madre
del primo.
—¡Ay mamá!, que solo quiero ser chistoso.
Por fin llegan, y luego de mil preguntas, de saludar a la gente del barrio,
de mostrarle a todos como un trofeo la carita redonda del hijo puede entrar a
su habitación.
La casa le parece demasiado pequeña. Se la había imaginado, en estos
últimos años, un poco más alta y confortable. Ahora la percibe lóbrega. La
madre siempre se esmeró por mantenerla pintada de beige, con cortinas, y
mariposas frescas en los jarrones. De aquel recuerdo solo eso, su imaginación y
su cerebro tratando de analizar qué ha sucedido, cómo es posible que las tablas
del lado exterior, las que cubren su cuarto en la parte de abajo estén sueltas.
Hay una abertura que deja entrar la luz, probablemente el agua cuando llueve y
todo tipo de alimaña durante la noche. Del techo pende no una lámpara sino un
cable que termina en una bombilla opaca que apenas alumbra. El suelo está
hundido en varias partes y la tierra oscura deja ver sus entrañas. Recorre la
habitación con la mirada y una sensación de miedo se apodera de ella.
Pero se va a acostumbrar, no viene del paraíso por más que muchos lo crean.
El albergue donde pasó los últimos cinco años tenía muy mal aspecto. La mayoría
de las veces se bañaba utilizando una palangana, en la misma habitación donde dormía;
el colchón tuvo que sustituirlo por cuenta de las chinches. Fue una infestación
por chinches terrible. Por suerte, pudo cambiar la colchoneta, sí, la
colchoneta para darle el nombre correcto, porque eso de colchón es un eufemismo.
La cocina estaba en un área común y al baño a veces ni ella ni las otras
muchachas querían ir porque siempre estaba sucio y era al estilo turco: un
hueco repulsivo. En las mañanas, las ventanas de cristal se abrían fuese
invierno, verano, primavera u otoño y los tiestos repletos de orine lanzaban su
carga al costado trasero del edificio. Después cuando le dieron un cuarto de
matrimonio no fue muy diferente. La cocina siguió estando en un área compartida,
el aseo en una palangana de zinc. Sin embargo, ella y Paco convirtieron aquella
pequeña habitación en un hogar. Entre los dos limpiaron, pusieron papel nuevo
en las paredes, una mesita y cuatro sillas para tener donde cenar juntos, un
televisor para estar al tanto de las noticias y del estado del tiempo, unas
cortinas para que la luz no pasara, un armario para la ropa, un sofá cama.
Cuando llegó el hijo, Paco trajo una cuna y la puso justo a la izquierda de
donde ellos dormían para que el frío que a veces se colaba por las ventanas no
le fuera a dar directo. También se ocupó de que ella se alimentara y descansara
lo suficiente; la ayudaba con el lavado de los pañales y con el cuidado del
niño.
A Raquel le costará desprenderse del influjo de esas cuatro paredes; del apego
del hombre, de su presencia y también como es lógico del recuerdo de la
universidad, de los profesores. En particular, el de Química era una gente
increíble. Subía a saltos la escalera que conducía a la segunda planta del
edificio donde radicaba la Facultad y quedaba el aula. Peinaba canas y había
peleado en la Segunda Guerra Mundial. A veces, cuando contaba sobre su
participación en esa contienda se le ensombrecía el rostro y los ojos se le
nublaban de llanto, pero no dejaba escapar una lágrima. También están las
amistades, porque la vida cuando se hace lejos de la familia cambia en todos
los sentidos y aquellos con los que compartes una clase se convierten a la
larga en el hermano, en el padre o en la madre ausente. Los lazos que se
establecen son muy fuertes. Del resto de los de la clase, de los rusos, a esos
los olvidará. Puede que alguna vez lleguen a su memoria, pero será de una
manera ajena.
El niño se ha quedado dormido. Ella lo coloca sobre una de las dos camas
que hay en la habitación mientras busca unas almohadas. Encuentra dos con las
que hace una barrera para que no se caiga. En el comedor consigue una butaca
pequeña que la traslada hasta la orilla de la cama simulando una baranda. Los
hermanos y el padre deben estar por llegar. Eso fue lo que le dijo la tía antes
de despedirse. Para cuando ellos lleguen ya ella habrá desempacado todo.
II
El tren se ha detenido nuevamente. Dos días de camino y aún faltan al menos
seis horas. Viajar en tren tiene el inconveniente de que casi nunca se respetan
los horarios. Hay paradas involuntarias, oligadas, demoras excesivas. Él ha querido
dormir, pero en realidad no lo ha conseguido. Imagina a Raquel ya instalada en
su casa, espera que el padre haya ido a recibirla y que todo esté bien. Va a
ser difícil para ella, lo presiente. Relee la carta que comenzó escribirle poco
después de que el tren se pusiera en marcha. Le parece que quedó tanto por
decir. Quiere que ella sepa cuánto la ama, cuánto la necesita:
“cuídate mucho por favor, no
sabes la falta que me haces tú y mi hijo. No veo la hora ni el momento en que
pueda abrazarlos de nuevo. Verlos a los dos alejarse de mí me ha dejado el
corazón roto y unas ganas desesperadas de correr y de tratar de alcanzarlos. No
me vas a creer, pero estuve a punto de hacerlo y de gritarte que no te fueras,
que no te fueras. Te amo tanto que no sé cómo van a ser mis días y mis noches a
partir de este momento. Tú me has dado una familia y más que eso, tú me has
dado el amor. No me dejes nunca.”
Una mujer joven entra al vagón que hace de restaurante donde él ya lleva un
rato sentado. Le pregunta algo al camarero. Por la manera en que habla, por su pronunciación,
Paco puede reconocer que es una rusa por nacimiento. Su piel es blanca. La
forma de sus ojos, de la nariz le recuerda a la protagonista de un filme árabe.
La recién llegada lleva con gracia un abrigo de color gris, algo entreabierto.
Usa unas botas de tacón alto y viste una falda un poco corta para la temporada.
Ella se quita la bufanda y lo mira como si lo conociera de alguna parte, como
si él fuera la única compañía posible en aquel espacio abarrotado de gente
hambrienta. Se sienta a su lado.
La conversación se entabló con naturalidad. Él se descubre riendo y ella
contándole que trabaja como azafata y que le gusta viajar en tren cuando está
de vacaciones. Tiene unos amigos en la ciudad de Ereván y allá se dirige.
Las hormonas son una fiebre constante, son trabajadoras incansables, por
eso Paco se descubre preguntándole:
— ¿Tienes novio?
— Eres rápido…
—Entonces, nos podemos volver a ver;
yo estoy solo… No tengo a nadie y me encantaría ser tu amigo.
— ¿Y dónde estás en Ereván?
— Ya te dije, ¿será que no me escuchaste?
— Si me lo repites, por favor.
El percibe el flirteo de la mujer y entonces consigue tomarle la mano:
—Con gusto…
Cuando el tren se detiene a medianoche en la estación de Ereván ambos se
despiden con una sonrisa. Él no cree que volverá a verla, sin embargo, ella irá
poco después hasta la residencia estudiantil y lo buscará.
A la salida de la estación todo está helado. Hace frío. Le parece que nada
podrá devolverle la temperatura a su cuerpo. Toma un taxi. Se recuesta en la
parte trasera del auto, contra el respaldar de uno de los asientos y cierra los
ojos. Serán solo dos años y medio. Solo eso. No mucho más. Con los ojos
cerrados la recuerda:
La muchacha, delgada y de pelo rojizo viste un pantalón blanco de patas
anchas, ajustado a los glúteos. Hace calor y aunque es poco probable que suceda
una tormenta eléctrica la escucha conversar con una amiga sobre su miedo a los
truenos y relámpagos. Se ríe del temor de la joven y entra a la conversación
con la sencillez que le permiten sus años.
—Yo te puedo cuidar de todo.
Ella se voltea y lo mira curiosa. Lo detalla de pies a cabeza. Es un
escaneo en el que no solo participan sus ojos sino cada uno de sus sentidos.
Observa su pelo y el corte medio rebelde que hace que las orejas queden resguardadas.
Se detiene en la nariz aguileña, en los dientes blancos y perfectos que se
asoman en una sonrisa picaresca. En los labios que pretenden ser cubiertos por
un bigotito que apenas es una sombra. En el torso delgado y la cintura
estrecha. No se apresura en contestarle. Es él quien la saca de la parada
momentánea que ha ocurrido a su alrededor mientras lo contempla perturbada.
—Me llamo Francisco, aquí me dicen
Paco y en casa mi mamá me dice… bueno si te haces mi novia te lo cuento…, es un
secreto de familia, —y se echa a reír.
—Me llamo Raquel y soy cubana.
—Oye, esto se lo cogieron para ustedes solitos. Creo que sobro; —dice la
amiga y se aparta dejándolos, a él ensimismado en la belleza de ella, a Raquel absorta
en la contemplación del joven.
Después, cuando haya trascurrido el tiempo ambos se van a reír de esta
escena y se van a burlar de cómo fue que comenzó su idilio. Ahora, ese recuerdo
le lastima porque no la tiene.
El taxi lo deja frente a la residencia de los estudiantes universitarios. Él
desciende y en una carrera llega a su habitación. Tira las escasas pertenencias
sobre el sofá cama y enciende el tocadiscos…
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