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Café o chiché
Aunque de campo mi pueblito natal está muy bien estructurado. Al menos sus calles se interceptan de manera perpendicular formando unas esquinas divinas, en las que, en la mayoría de ellas asoma un rail de punta, tal vez para recordar que un día allí se amarraron caballos. Pero, lo que te quiero contar hoy es algo diferente y tiene que ver con la muerte y sus posaderas puestas justo sobre el banco pintado de verde y amarillo; sí, ese mismo el que está frente a la glorieta del parque y que tiene esos colores en honor a un artista famoso del que nadie se acuerda.
Eran las seis de
la mañana y a mí todavía me duraba la resaca de la noche anterior, pero apegado
a la costumbre de levantarme temprano lo hice casi que, en cuatro patas para
tomarme el chiringuito caliente, que olía a café en el bar Elpidio.
Me tomé aquello
con cierta duda de si era más chiché que café. El sabor amargo, requemado y
hasta casi resinoso del chícharo me hizo dar un respingo y voltear mis ojos
buscando allá atrás en lo más profundo de mi memoria la acidez proverbial del
bendito café cubano: fuerte, amargo y escaso; pero no lo encontré.
Con el estómago
en llamas por el esfuerzo me encaminé hacia el banco donde siempre esperaba por
la guagua que me acercaba al trabajo. Fue entonces que la vi. La parca estaba
sentada con varios de sus secuaces frente a mí.
Era ella. Lo supe enseguida por las sudoraciones que comenzaron a anegar
mi cuerpo cada vez que levantaba la vista para observarla.
Cualquiera puede
imaginar que la muerte es un ser desdentado y desaliñado. Error, al menos esta
era una amalgama de olores y se ceñía la cintura con un cinto empedrado en
oro. Tenía las piernas descubiertas
hasta por encima de las rodillas y con su dedo índice me invitaba a
acercármele. Los secuaces, tres en total la peinaban, la acicalaban y ella se
dejaba mientras sonreía.
Cuando ya no pude
resistir más la tentación, medio atontado y con unas fuertes de ganas de
vomitar, me fui derechito hasta donde ella estaba. Al fin y al cabo, de los
cobardes no se dice nada y si era mi momento mejor morir como un héroe del que
todos hablaran que caer de rodillas. Eso nunca.
De rodillas nunca.
Los secuaces se
apartaron y me hicieron sitio junto a la doña, que empezó a olerme despacio
como si fuera un animal en celo. Me atreví y toqué su cara con la yema de mis
dedos. La experiencia fue horrible. Mis dedos se hundieron en su carne y cuando
los retiré estaban impregnados de una sustancia elástica imposible de apartar.
Ella tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Imaginé que sería el fin. Después de
aquello qué más podría haber.
Mi estómago se
acordó en ese instante, de la resaca y del chiché y a la parca como que no le
gustó. Que a ella le gusta lo bueno, no las inmundicias. Me apartó con fuerza
dejándome tirado en el suelo y la vi levantarse seguida por su séquito.
Cuando di el sí ella
ya no estaba. A mi alrededor algunas caras de gente y sus murmuraciones:
—Es Pedrito, el
borracho. Un día va a amanecer con la boca llena de hormigas.
—Le avisaste a la
madre —preguntó Martica, la mujer de Luisito, el barbero.
—Nadie lo ha
hecho, —respondió Humberto el bodeguero que a esa hora siempre andaba apurado. Mientras que otro que no logro identificar
decía:
—Caballero,
llamen a un doctor que se muere.
Pero, no, no era
mi momento. Me levanté como pude, apartándolos a todos como se apartan a las
moscas y entonces la vi, vi a la muerte de nuevo. Estaba frente al bar Elpidio,
mirando, olfateando y preguntándose como yo ¿qué era aquello si café o chiche?
Tres años después volví a verla, en el mismo lugar, definitivamente le había
gustado lo resinoso del chícharo y el sabor que deja en el cuerpo de los
difuntos.
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