Volví a verlo en la
carnicería. Me miró por encima de las cabezas de los que estaban allí fajándose
prácticamente por unos huesos recién llegados, mostrándose en todo su tamaño y
omnipotencia. Sentí que mi espina dorsal se resistía a sostenerme y traté a
toda costa de irme de allí, pero el tumulto me lo impidió.
Horas después
llegué a casa, todavía estaba nerviosa y alterada. No obstante, traté de concentrarme
en mis tareas de todos los días. Mi padre estaba sentado en el sillón. El pobre
no podía ya ni levantarse y a mí me costaba mucho trabajo moverlo porque su
esqueleto, a pesar de su delgadez, era pesado. A como pude le acomodé un poco
los cojines, le pregunté si necesitaba algo y con la lengua enredada como
siempre, me dijo que no.
Corrí, entonces a
la cocina. Los huesos recién comprados tenían un olor desagradable y las
orillas se veían medio verdosas, pero después de echarle un poco de agua y de lavarlos
lo mejor que pude, me despojé de todo escrúpulo y luego de cortarlos, los puse
a cocinar. ¡Había que comer algo!
El sopón estuvo
listo… Sin bañar a papá porque el agua se había ido, comencé a alimentarlo con
aquello que, aunque no tenía mucho, era sustancioso. Papá se quedó dormido y yo
comencé a recoger los trastos para fregarlos al día siguiente, si acaso venía
el agua. Me tiré en la cama, en medio de una oscuridad total. Papá hacía un
ruido raro con su garganta, pero yo sabía que estaba bien y que no despertaría
hasta el día siguiente.
Me quedé dormida
en unos segundos. Me sentía muy cansada y aunque mi cuerpo sucio se resistía al
descanso, el agotamiento pudo más… Cuando desperté tenía al violador sobre mí,
cubriéndome la boca para que no gritara. Yo no iba a hacerlo, ¿quién me iba a
creer?
Desde el sillón, los
ronquidos de mi padre eran ahora más acompasados, finalmente disfrutaba del
sueño. Distendí mi cuerpo cuanto pude para que el violador se sintiera en
confianza, entonces muy despacio, con cuidado, busqué debajo de mi almohada la
pequeña hacha con la que, en la tarde, había cortado los huesos y se la hundí
con fuerza en la espalda, un poco más abajo de la cintura. Y pensé: Este jamás volverá
a violentar una puerta.
Estuvimos
alimentándonos de tasajo y sopones de huesos hasta que papá murió, seis meses
después.
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