Escucha "Capítulo XII Moyuba El Eri Mi" en Spreaker.
El mar asusta sobre todo si se va a la deriva en una embarcación rústica,
sin comida ni agua. Perdidos.
Decirle a alguien en Cuba me voy a tirar al mar es un problema mayúsculo.
Esa confesión motiva que la balsa, el bote o lo que se tenga a mano se llene de
gente, incluso antes de que esté listo.
Y si las salidas ilegales no son todavía enormes ni han provocado una
crisis es porque las costas están muy bien custodiadas y a quien sorprendan en
el intento le toca cárcel. Además, quienes se arriesgan lo hacen en el más
estricto secreto.
Teresa Clinger trajo mucho dinero lo más escondido posible. La mayor parte
en dólares americanos y en billetes grandes. La otra, en moneda nacional que es
el peso cubano.
–Hay que estar preparado para lo imprevisto –dijo.
Tenían que ser cautelosos porque la policía continúa revisando las
pertenencias de los viajeros tanto a la salida como a la entrada de cualquier
municipio. Los agentes buscan carne de res, langosta, granos, jabón, luz
brillante; decomisan todo lo que signifique negocio ilegal o mercado negro.
Lo incautado no siempre va a parar a la estación de policía ni a un hogar
de ancianos o círculo infantil, sino a la casa del oficial que como cualquier
otro cubano pasa penurias y hambre. Es un juego sucio de sálvense quien pueda.
Una economía distorsionada, fraudulenta.
Como ellos se dirigen a Puerto Esperanza y pudieran ser inspeccionados en
las proximidades del Reparto Hermanos Cruz e incluso en la misma Terminal de
Ómnibus no quieren levantar sospechas por lo que deciden hacer el recorrido con
lo necesario, como quien va a pasar unos días con la familia.
La Clinger tenía el viaje preparado desde hace meses. Cuando confirmó el
paradero de Ceferina y Genaro hizo algunos contactos. Según ella arregló cada
detalle.
En realidad, siempre estuvo lista solo que sin decir ni media palabra a
nadie. Todo en el más estricto sigilo. A la espera de que realmente le hiciera
falta, de que sus orishas le indicaran, de que sus muertos le dijeran.
Ella no irá a la cárcel por sobornar al juez Edulterio ni por asunto de
divisas.
Salir de Cuba ha sido en su caso una idea fija, atormentadora desde que
primero la hermana y luego la hija se fuera. Una idea engordada con cada
vicisitud vivida, con cada instante del Período Especial sobre sus espaldas.
Con cada lágrima vertida antes, durante y después del juicio que le hicieron.
Ella nunca le ha robado nada a nadie porque el dinero con el que hizo su casa
se lo puso la hija en la mano. Ella no lo robó. Tuvo que “inventar” para
cambiarlo por cuenta de las leyes en el país sobre la tenencia de divisas, pero
nunca le ha robado nada a nadie.
Sabe que en Miami se habla mucho español, así que puede poner a sus santos
allí y vivir. Vivir libre.
A Reutelio le insinuó algo de lo que estaba maquinando, pero no se decidió
a contarle los detalles porque en realidad él se mantuvo reacio a escucharla.
Ella le hablaba de planear una vida juntos; y él de seguir tal cual estaban.
Al fin y al cabo, si él no quería vivir con ella en Cuba pues que se
quedara. Así lo pensó muchas veces antes de que cayera preso. Así lo sigue
considerando ahora mientras la embarcación se agita un poco por el movimiento
fuerte de las olas.
Lo ha perdonado tantas veces, que cuando supo lo de Estela no le fue difícil
disculparlo. Aquello era agua pasada y fue responsabilidad de Estela, solo de
ella, el haberse dejado seducir por un desconocido que iba de tránsito.
Le da pena saber que el destino del hombre en los siguientes meses y tal
vez en años será tras una reja o cuando mejor en el Cuajaní haciendo trabajo
correccional con internamiento. A ella le hubiera gustado ayudarlo, mover sus
influencias y dinero, pero el aviso que recibió cambió todos sus planes. Con lo
que realmente no contaba era con el hecho de que Cacha, y Miguel Ropavieja se
fueran con ella.
Siempre quiso poner agua de por medio y si antes no lo había hecho había
sido por la creencia predominante en el país de que los negros en Estados
Unidos son perseguidos y discriminados. Esa historia también la conocía de boca
de su difunto esposo; y la había paralizado. Su hija le explicó:
–¡Ay, mamá! eso es como todo. Aquí solo cuentan las porquerías de allá y
allá las de aquí. Ni todo es como dicen allá, ni todo es como dicen aquí.
Cuando puedas verlo con tus propios ojos, vas a darme la razón. Y vas a ver,
mamá, que cualquier parte del mundo es mejor que esto.
Después la hija ya no regresó y eso la contuvo. Le parecía que debía
esperarla que alguna vez iba a volver. Le preparó el mejor de los cuartos para
que cuando llegara tuviera un sitio donde descansar y reponerse del estrés que
le provocaba el viaje.
Antes de llegar al pueblecito tropezaron con un retén cerca del Consejo
Popular San Vicente que pasaron sin mayores contratiempos gracias a que Cacha
nunca había cambiado la dirección en su carnet de identidad, para los efectos
vivía en la zona. Los acompañantes pasaron como familiares que se iban a estar
unos días en la playa con ella.
Llegaron a casa de Ceferina, a instancias de Cacha quien en el último tramo
dijo que quería ver a su maíta. Al fin y al cabo, equivocada o no, había
arriesgado y dado todo por ella. Y hacía ya mucho tiempo que no la veía como
para desaparecer sin despedirse. Además, quería que supiera que había dejado a
la niña con la abuela, con la madre de Fernando.
Hubo abrazos, llanto. Ceferina se haló de los pelos. No podía creer lo que
Cacha le estaba contando. Le pidió perdón hincada de rodillas por no haberla
protegido lo suficiente, por no haberla cuidado lo bastante. Esa noche durmieron
juntas como madre e hija.
Al amanecer Ceferina decidió que se iría con ellos. Dijo que estaba cansada
del calor, de los apagones, de vivir en la miseria y que de morirse en esas
condiciones era preferible ser comida por los tiburones.
Después de aquella proclama hubo una discusión entre ella y la Clinger:
–Coño, Ceferina no me hagas esto, lo último que yo necesito es un asilo de
ancianos ambulante; y además tendría que cargar con ese también –dijo señalando
para Genaro y mirando con recelo a Remigio que con los brazos cruzados y
recostado a la pared no pierde ni un detalle del asunto.
–Cuando yo acepté a Estela conmigo sin ser na' mío tu madre no protestó
tanto. Yo me merezco una vida mejor –le grita–. Me merezco morirme en un la'o
más decente que este.
–Esos son trapos sucios, Ceferina. Y no es mi culpa.
–Nadita de eso. Que tú lo ves muy fácil. Esa, esa yo se la críe a tu
hermana como mi hija. Es más, pa' mí siempre ha sido, es y será mi hija.
Ceferina respira hondo, tiene las manos aferradas al respaldar de un
taburete. Mira a Cacha que ha permanecido escuchando y dice:
–Yo me equivoqué por lo que haya sido... ¡Pero esa es mi hija!
–¿Y pa qué te quieres ir ahorita, ¡coño!? Tú no eres boba, y sabes que no
está aquí por ti. No nos van a coger. Yo tengo mi santo bien claro, no va a
pasar na'. Ella después va a poder venir un día.
El insulto lacera, le duele a la mujer. Ella sabe que no actuó bien con su
muchachita, pero de ahí a que su niña no la quiera después que supo la verdad.
Eso es más de lo que puede aguantar. Además, por más que Teresa diga que Cacha
es su sobrina, luego de escuchar la historia contada, no cree que sea una buena
compañía para su niña que ahora mismo toma cartas en el asunto.
–No hables por mí, Teresa, si maíta se quiere ir conmigo, yo me la llevo y
después yo te pago... Yo te pago cada centavo de mierda Teresa. El otro –dice
mirando a Remigio–, si también se quiere ir que venga. Después que se las
arregle contigo y a pa lo dejamos con alguien.
Genaro quedó con una vecina, no podían darse el lujo de estar perdiendo el
tiempo. Le contaron un cuento chino a la mujer, le dijeron que Ceferina tenía
que ir a la Habana a hacerse unos análisis y que solo les iba a tomar dos días.
Para convencerla y que aceptara Cacha le dio dos mil pesos, previo acuerdo
con Teresa Clinger, quien sintió pena de dejar al hombre solo a su suerte.
Cuando la vecina vio tanto dinero junto dejó de hacer preguntas; sacó un
taburete y hasta un poco de crema de vie para los inesperados visitantes. Los
ojos le brillaban. En su vida nunca había visto tanto dinero ni siquiera en los
domingos cuando el marido la lleva a la valla de gallos.
Dos personas más se sumaron al pequeño grupo. Andresito, un ahijado de
Lázaro el santero y el propio Lázaro.
Teresa Clinger descubre que ha sido estafada, y que no cuenta con nada que
se asemeje a una lancha, solo con unas tablas viejas que estaban pudriéndose en
el patio de la gente que le había asegurado que todo estaba listo esperando a
que ella lo necesitara. La historia que le cuentan no tiene ni pies ni cabeza,
y ella se siente atrapada sin tiempo.
Por ese motivo, Ceferina y Remigio fueron a hablar con Lázaro a ver si él
los podía ayudar a encontrar a alguien que los sacara del atolladero en que
estaban.
Lázaro hacía rato que quería perderse de Puerto Esperanza e irse lejos. No
le habían faltado oportunidades, pero cada vez que consultaba a sus muertos
recibía una fuerte negativa y no se movía. Ahora iba a ser diferente.
–Cero consultas –se dijo.
Fue directo a hablar con Teresa porque él tenía un ahijado que estaba listo
para salir. Solo que estaba buscando una fórmula que hasta ese momento no se le
había dado: él quería irse, quería tirarse al mar y como parte de esa jugada quería
dejarle unos pesos a la familia, “pa que vayan escapando”. Él no quería exponer
a los hijos a una travesía que podría ser peligrosa. Estaba seguro de que
alguien iba a aparecer con la necesidad de perderse de Cuba y además con
dinero. Él ponía una embarcación rústica a disposición del que le pagara y
aceptara llevarlo.
Teresa aceptó el trato.
Las mujeres prepararon pescado, envasaron agua, carbón. Los hombres
amolaron los cuchillos, y pusieron a tono los aperos de pesca. Teresa Clinger
conversó con sus santos antes de salir. Un espíritu oscuro asistió a la
ceremonia y ella interpretó que tenía que ver con Reutelio. Por lo que rezó por
los presos, los enfermos y desesperados.
Se inclinó sobre la tierra y besó el suelo. Estuvo hablando durante varios
minutos en la lengua de los ancestros pidiendo misericordia, salud, claridad y
fuerzas para vencer las pruebas que vendrían. Su cuerpo se contorsionó y bañó
en su sudor. Su voz se escuchó lejos, se elevó sobre el monte en un canto de
desespero primero y de esperanza después. Alejó cada mal pensamiento, cada
tristeza, cada dolor. Se irguió majestuosa, fuerte, serena y regresó al mundo
de este tiempo con una sonrisa en su rostro de mujer negra que la hizo ser
admirada y bendecida por quienes asistieron a la ceremonia.
Lázaro permaneció callado haciendo honor a la promesa de no pedir permiso.
La gente en Cuba vive rodeada de agua, pero marineros hay pocos, pescadores
sí. Eso lo llevan muchos en la sangre desde que nacen y con el Período Especial
tirar el anzuelo en los charcos, ríos y presas para luego vender lo que se
captura se ha convertido en una opción para sobrevivir. Aunque el cubano se las
sabe todas; y si hay que adentrarse en el mar lo hace: desafía el peligro. Así
de sencillo, no lo mide lo desafía. ¡El cubano se las sabe todas!
Estaba muy oscuro y debían sortear al guardacostas. Por suerte, los
lugareños tenían sus mañas y conocían los movimientos del cañonero. La
embarcación tenía unos tres metros de eslora y la habían protegido en los
costados con unas cámaras de neumáticos. Andresito –alumbrándose con un
quinqué– le puso un motor diésel
soviético, justo media hora antes de salir. Lo "tomó en calidad de
préstamo” de la panadería del pueblo. De allí también salieron los panes y unos
palitroques. Su mujer era la administradora del establecimiento.
Él tal vez no era un gran experto en asuntos de mar y navegación, pero era
muy bueno en Matemáticas. Daba clases en el seminternado y hacía rato que las
cuentas no le daban. Por lo que se estaba preparando para en cuanto apareciera
un loco con dinero irse él también, pero, dejando a la familia algo asegurada.
Cuando salieron a mar abierto cantaron el Himno Nacional, dieron palmas y
descartaron cualquier peligro presumible. A excepción de Cacha que se miraba
taciturna y encogida, todos se sentían eufóricos y los hombres un poco
borrachos. Por eso ninguno se dio cuenta de que el motor comenzó a fallar hasta
que paró bruscamente…
Teresa y Andresito discutieron.
–Y te creí… Me dijiste que esto tenía de to. ¡Concho! Ahora resulta que no
tenemos motor.
–Lo vamos a arreglar Teresa, tú verás que lo vamos a arreglar y después te
vas a arrepentir de decirme todo eso que me dijiste o tú te piensas que yo
quiero esto pa mí.
Al segundo día de estar en el mar, absolutamente a la deriva, hubo un mal
tiempo que los obligó a sacar agua hasta con las manos. La lluvia y el viento
amenazaban con hundir la embarcación. Las olas comenzaron a barrer todo a su
paso. Al principio las mujeres gritaban y se agarraban unas a las otras con fuerza,
pero después tuvieron que sobreponerse al pánico y ayudar a los hombres.
Un golpe de ola sacó a Lázaro quien se había pegado mucho a la proa
tratando de salvar unas provisiones. En menos de un segundo el mar se lo tragó
sin dejar rastro y sin que nadie pudiera auxiliarle.
Mujeres y hombres se quedaron en silencio, empapados en agua y con el temor
reflejado en los rostros, atónitos en medio del desastre. Cualquiera de ellos
podía ser la siguiente víctima. A unas brazas del bote creen ver un cuerpo. Es
un segundo, ya después solo es el mar y las olas que continúan altas.
Cuando el mar se calmó cada uno de ellos se refugió en su mundo interior
tratando de comprender lo que había sucedido. Habían perdido a un hombre. Y se
habían quedado sin nada de provisiones. No tenían la menor idea de qué tanto
los había alejado la tormenta de su ruta.
No tenían la menor idea de las estadísticas: uno de cada cuatro cubanos
morirá en el intento de abandonar la Isla por mar. Uno de cada cuatro sin
importar el sexo, la edad o el color de la piel.
Sin agua nadie sobrevive. A ninguno se le ocurrió amarrar al menos una
vasija con el líquido potable a la embarcación. Noventa millas es la distancia
más corta que separa a Cuba de Cayo Hueso. Una distancia que es posible recorrer
hasta en una piragua si se quisiera. Desde donde ellos salieron es solo un poco
más.
Pensaron que sería embarcarse y llegar. Por primera vez sienten miedo. Un
terror que les pone la carne de gallina. Mantenerse con vida es ahora el
principal objetivo. Y para ello necesitan estar unidos.
Han transcurrido veinticuatro horas desde que la tormenta los dejara sin
provisiones ni líquidos. Desde que Lázaro fuera tragado por el mar. Durante ese
tiempo los hombres: Andresito, Remigio y Miguel Ropa Vieja han hecho hasta lo
imposible para reparar el motor. Se sienten agotados, con sueño y sed. El aire
es húmedo y denso. Arriba el sol calienta fuerte.
Tienen una discusión por un poco de agua que en medio de la tormenta Cacha
logró proteger. Ninguno de los hombres está en sus cabales y los tres viajan
armados. Miguel porta una navaja, Remigio y Andresito un cuchillo. Se insultan,
se van a las manos…
Solo se calman cuando se dan cuenta de que Miguel Ropavieja ha sido herido
y está perdiendo sangre. No saben qué hacer.
Cacha le hace un torniquete a mitad del antebrazo con un pedazo de blusa
que Teresa le alcanza. La sangre al fin se contiene.
Al siguiente día Teresa desde que amaneció –entre vómito y vómito– le pide
a la virgen de Regla, a Yemayá que los proteja, que no los abandone a su
suerte.
Ceferina muestra síntomas de deshidratación y quemaduras en los labios.
Cacha está sentada de modo que su sombra le proteja la cara a su maíta. Pero el
sol es inclemente. Por suerte, parece que va a llover; un poco de agua dulce
les vendrá bien a todos. Miguel Ropa Vieja lleva la herida destapada. Un pedazo
de piel deja ver el corte profundo y abierto. Le duele la cabeza y a ratos
tiembla.
El sopor le permite a Miguel Ropavieja recordarlo todo: ha ido conociendo a
Cacha, ya sabe dónde vive, está al tanto de sus horarios. Y por alguna razón
que no alcanza a comprender la mujer lo trae loco.
La vigila. La ha visto con Reutelio María. El viejo le da dinero. Y ella ya
no está dando viajes a La Habana y le devolvió los veinte “verdes” a Martín. El
propio Reutelio la llevó a casa del hombre para que saldara la deuda y le hizo
prometer que no lo haría más.
Cada vez que Miguel se acuerda de que se está acostando con el otro le
reclama para que lo deje, pero ella siempre le da la misma respuesta:
–No quiero ir presa, Miguel, no quiero.
–Mil gente va y no les pasa na', y tú tienes pa' eso –le replica él –.
Cuando te conocí tú estabas yendo.
–Cuando me conociste era tan terrible como ahora Miguel, ¿o será que no lo
entiendes...?
–Y si de repente mi suerte cambia, ¿lo dejas? Coño, Cacha, ¿si mi suerte
cambia lo dejas?
–Que no es tan sencillo, créeme que yo quisiera dejar esta vida, yo
quisiera, pero no puedo –le dice, mientras se pega al pecho del hombre. Se
refugia en él.
Están debajo de unas cañas bravas a orillas del río, que hace una suerte de
herradura antes de llegar a la presa del pueblo. Los dos desnudos,
acariciándose. Lo único que se escucha es el trino
de los pajaritos. El río está tranquilo y corre cuesta abajo con un andar
pausado como para no molestar a los amantes. Hay una brisa suave que los besa a
ambos, que les despierta los sentidos, que hace que las lenguas se busquen y
que el sexo del hombre la penetre con suavidad. Ella se abre, lo recibe sin
reparos como lluvia de verano. En un torrente de orgasmos. Más su mente
permanece alerta, acostumbrada a estar a defensiva.
–No vayas más por la casa. No quiero que Reutelio se dé cuenta. Va a llegar
un día y nos va a encontrar juntos y yo tengo una hija que alimentar. Y tampoco
quiero que vaya a haber un muerto de por medio que en Cuba la gente no se faja
a los piñazos sino con machete... y tú lo sabes.
Miguel Ropavieja está desempleado; se defiende con lo poco que gana de la
pesquería. Amanece en la presa y regresa tarde. La mayoría de las veces a pie.
Tiene una bicicleta, pero casi siempre está en llantas. Su madre espera hasta
que él llegue para comer algún bocado que él mismo cocina. Caldo de cabeza de
pescado. Hueva de pescado. Pescado con sal. Tiene que andar ligero para que la
madre coma porque a veces se le queda dormida y al otro día cuando amanece no
se sostiene en el balance porque, aunque todavía es una mujer joven está muy
enferma. Desde que perdiera al esposo en un accidente de tránsito, cuando
Miguel tenía ocho años, ella se tiró a morir y cada día muere un poco.
A veces él consigue unos plátanos y los pone a hervir junto con el pescado.
Atrás quedaron los tiempos de ir al bar de la esquina y comprar un litro de
leche por sesenta centavos, o uno de yogur. Ya eso no se consigue ni aparecen
en ninguna parte las galletas dulces que tanto le gustan a ella. Cerraron el
mercadito paralelo que había en la 31, y puede que no haya sido lo mejor, pero
por lo menos aliviaba las penas.
No bebe ron ni guarfarina, no fuma, su tiempo lo dedica a la presa y a la
mesa de juego. En su mente está la gran partida que lo va a sacar de la miseria
a él, a su madre, y ahora a Cacha.
El juego es ilegal, le caben de tres a ocho años. Él lo sabe. Vender
pescado es prohibido también, si lo cogen lo multan. No obstante, cuando no
está en la presa o en la calle vendiendo se mete en casa de Cuca donde se reúne
la nata de los jugadores.
A veces también la plantan en una casa de tabaco abandonada, otras debajo
de alguna mata en medio del monte. El asunto es estarse moviendo de un lugar a
otro para despistar a la policía y a los chivatos.
Hoy no parece ser el mejor día. Con doscientos pesos se entró a jugar,
consiguió ese dinero después de tres días de pesca. Y lo ha ido dejando en la
mesa. En una última jugada y más pela’o que un coco la suerte comienza a
gratificarlo.
Hay tres cartas viradas boca arriba y Ropavieja tiene igual cantidad en sus
manos. Después de los tres descartes y antes de que se pidan nuevas barajas es
su turno para hacer la apuesta.
Tiene sed. Suda. Antes de apostar saca dos pesos guardados debajo de la
planta del pie y le pide a Lola, la mujer de Evaristo que le alcance un refresco
de botella. Ninguno de los hombres bebe ron allí. Se cuidan de problemas para
evitar que llegue la policía por una pelea. El refresco está frío y calma un
poco su sed. Pero es solo unos segundos. Un sabor a azúcar prieta o morena,
como también le dicen algunos, se le ha quedado en la garganta.
–¿No tienes un poco de agua? –le pregunta a la mujer y agrega–. Ese
refresco estaba demasiado dulce. Cada vez te los hacen peor.
Su padre era un guajiro de las lomas de Cándito que apostaba cada semana en
las vallas de gallos. Su madre a veces jugaba una calderilla en la Lotería
Nacional. Tal vez, de ahí o de la pobreza le viene a Miguel Ropavieja el afán
por el juego.
Los agentes de la policía llegaron en silencio, ninguno de los jugadores se
dio cuenta. El trayecto hasta la unidad es difícil, en medio del polvo que
entra por las ventanillas de la patrulla. A Miguel Ropavieja se le ha secado el
gaznate, está consciente de lo que viene. La sed es insoportable. Siente que
tiene fiebre. Cada vez que está asustado le da fiebre.
La propuesta que al principio no acepta, lo sorprende. Le piden que trabaje
como informante. Saben todo sobre él y entienden que es un buen prospecto.
La conversación fue larga, solo entre él y un instructor nuevo llegado de
Pinar del Rio. Por lo visto el hombre tiene un gran conocimiento de la zona.
Necesitan de alguien como él que infunda confianza, que se conozca cada rincón
y además que ya tenga cierta fama de merolico y de marginal. Y eso se la ha ido
dando la venta ilegal de pescado y el juego. No estará solo, tendrá apoyo todo
el tiempo.
Si él acepta su primer trabajo será ayudar a limpiar el municipio de
banqueros, pero le tienen reservada una misión más importante: entrará a
trabajar al matadero de res porque hay que detectar por dónde es que está
saliendo la carne. Recibirá entrenamiento y toda la preparación que necesita.
–No podía decirte en lo que andaba ni siquiera el día del entierro de mamá
que solo pudiste pasar por la funeraria un segundo como una más. Ese fue el
peor de mis días. Cogieron y metieron preso a medio mundo de la gente que
jugaba silo, y también a Teté la banquera y a Filipito. Y yo en la funeraria
velando a la vieja, y la gente que había sido mi gente presa por mi culpa.
Pero, ya estaba monta’o en el burro y tenía que seguir dándole palos.
Quise morirme cuando entró Remberto, el esposo de Teté, y me dejó cien
pesos para lo que me hiciera falta. Yo no quería aceptar ese dinero ni los
veinte pesos que me trajo Adolfo, el hermano de Filipito. Pero tuve que
morderme la lengua y cogerlos.
Cuando Reutelio comenzó a preparar el hurto en complicidad con el
administrador, el matarife que estaría esa madrugada era él. En lo que el
administrador y su hombre de confianza tiraban los maletines, Miguel Ropavieja
llamó a la policía. Ese era el plan, había que coger a la gente infraganti. Él
no sabía que Reutelio María era el que estaba detrás de la cerca.
–Lo otro tú lo sabes, Cacha –le dice Miguel a la mujer mientras que el
miedo a morir allí en medio de la nada lo hace sentirse con fiebre.
Ella lo ha escuchado sin decir palabra, apretando las manos. Deseando que
su mala suerte se aleje. Deseando ver alguna señal de tierra firme a lo lejos y
no un horizonte que se confunde cada vez más con las aguas calientes que les
rodean.
–Cállate, por Dios. No quiero saber. Ahora no quiero saber, cállate –le
dice y la voz le sale agria, seca por la sed y el hambre.
Todos han prestado atención. El mar ruge y las palabras del hombre rebotan
entre ola y ola. Remigio y Andresito lo miran con odio, con un rencor salido de
los días de lucha y de hambre en los que conseguir un plátano para poner a la
mesa era ser afortunado. Se incorporan y a una voz se lo arrebatan a Chacha y
lo tiran al mar.
Atrapado entre las olas queda Miguel Ropavieja, el pescador, el hombre de
la presa que no le teme a nada ni a nadie, salvo a la cárcel.
Intenta respirar, intenta bracear hasta la embarcación, pero en la cubierta
Remigio y Andresito no van a permitirle que suba. Han tomado el control y es en
serio. El agua salada se le mete en cada poro. Le arde sobre la herida abierta.
Las mujeres están sobrecogidas de terror. Una corriente se encarga de él y lo
aleja. Irremediablemente lo aleja.
Andresito nació en la playa, creció bañándose en el mar. Él da clases de
Matemáticas. Es un profesor titulado, sin embargo, pescar es el pasatiempo que
le ha impuesto la necesidad.
Por eso en sus ratos libres sale al mar. Un poco enguarfarinao, un poco
lúcido se las arregla para sacarle algún provecho a las aguas.
Un día si un día no, va hasta casa de Oscar a buscar "una media"
que al final es un tanquecito de unos tres litros que llena hasta el moño de
guarfarina. La bebida le embriaga los sentidos y le ayuda a pasar las
madrugadas en medio de los mosquitos y el calor insoportable; la humedad y los
peligros.
En ocasiones va con Julio, otro maestro que como él también le “da a la guarfa”.
Nunca falta el dinero para "una media", para emborracharse y no
pensar.
Ellos se la buscan. Andresito tiene que darse un cañangazo todas las
mañanas, es su manera de enfrentar los desafíos de cada jornada.
El día en que la directora del seminternado lo llamó a solas para hacerle
una alerta porque había comentarios de que estaba yendo a dar clases borracho
se puso furioso. Ella cometió la indiscreción de decirle que Julio era el
responsable.
El sábado en la madrugada recogió a su amigo como siempre. Solo que durante
el recorrido hasta el punto en que tiraban las redes él no bebió ni tampoco lo
hizo después cuando se vio obligado a regresar con Julio porque este se sentía
muy agitado y con un dolor de cabeza inusual.
Julio no se salvó, entró en coma antes de llegar al hospital y falleció por
insuficiencia respiratoria como consecuencia de una intoxicación severa.
La guarfarina estaba ligada con alcohol de madera y los peritos
determinaron que había sido un accidente.
Andresito, por más que lo interrogaron por horas, dijo que no sabía dónde
el amigo había comprado la bebida y que era una casualidad de que él no hubiese
muerto también. Desde el jueves por la noche había tenido diarreas y tuvo que ir
al policlínico. No bebió porque estaba bajo tratamiento médico. Así lo
corroboraron los investigadores.
Después de aquello comenzó a planificar su salida del país sin decirle nada
a nadie. Solo le dijo a su mujer para que estuviera preparada.
Andresito y Remigio se turnan para dormir. Ninguno de los dos confía en las
mujeres.
Ceferina casi sin fuerzas le ha dicho a su hombre:
–No te conozco, ¿Cómo te prestaste pa eso?
Se separa lo más posible de él. No quiere tenerlo cerca. Ella también
detesta a los chivatos, pero de ahí a tomar la justicia por sus manos va un
trecho. Por lo que desaprueba la actitud de su hombre.
Él no contesta, se hace el que ni siquiera escucha y se pone a pensar en
cómo capturar un pez o lo que sea que aparezca.
–Si no, no vamos a sobrevivir –se dice.
Cada hombre tiene su historia y la de Remigio es como la de cualquiera.
Cuando era un adolescente, conoció a Genaro en una pesquería organizada por
unos amigos un tanto mayores. Desde que comenzó a despuntar como un hombrecito
sus amigos fueron siempre gente grande. Se sentía más seguro y disfrutaba cada
relato contado durante las acampadas bajo el sereno de la noche o el fuerte sol
del mediodía.
Genaro recién había llegado a la zona. Era un hombre fuerte, todavía joven.
De ahí surgió una amistad que él siempre consideró verdadera. Día por día lo
visitaba y sentía placer al conversar con él. Compartían la alegría de amar el
mar y la playa; el arte de pescar. Aprendió mucho de Genaro que tenía un gran
conocimiento sobre pesquería y eso a Remigio le fascinaba. Aprendió a fumar
puros con él; a liarlos, a reconocer las capas, los olores, a hacer la mezcla
justa sin que faltase nada.
Remigio creció y se hizo hombre de pelo en pecho, pero sin tener mujer. Y
no era porque escasearan o porque ninguna se le hubiera ofrecido; él no tenía
la respuesta. Tampoco se sentía "pájaro", ni sabía en "qué
laguna los patos se bañaban". Es decir, no sentía ningún interés por los
seres de su mismo sexo. Así que no era homosexual.
En uno de los cayos cercanos tuvo su primera experiencia y fue a contarle a
Genaro:
–¡Qué mujer! Tienes que verla.
Estuvo como tres meses desparecido de casa del amigo hasta una tarde en que
regresó y le dijo:
–Ella se está acostando con alguien más y yo me estoy muriendo.
–Que no te oiga Ceferina, siempre tiene la oreja parada y a mí me está
pasando lo mismo.
–¿Tiene un amante tu mujer?
–No, soy yo quien tiene una amante. Pero casi que estoy convencido de que
está con otro.
Dos días después Remigio va camino del embarcadero donde tenía el bote con
el que salía a pescar y a verse con la novia en el cayo.
El tiempo se puso malo. Por unos segundos titubeó en salir o no. Fuertes
gotas de lluvia comenzaron a caer y en el último instante corrió a guarecerse
en la cafetería de la playa.
Vio la tromba como se levantaba a lo lejos, sobre la superficie marina...
El fenómeno dejó peces sobre el muelle y algunas de las palmeras fueron
arrancadas de raíz. Cuando todo se calmó divisó la chalana de Genaro.
Remigio quedó inmóvil. Era Maricelys, su novia, la mujer que venía colgada
del brazo del amigo. Los vio despedirse, los escuchó bromear.
Nunca entendió por qué Genaro le hizo eso. No siempre se entienden los
porqués ni las razones de los hombres. Jamás volvió a ver a la mujer ni le hizo
preguntas al amigo. Pero si supo que seguían viéndose en el cayo.
Por eso, cuando Cacha creció un poco pensó que no habría mejor venganza que
llevársela a la cama. Y fue fácil. Luego vino Ceferina pidiéndole como una loca
que "tomara en ella lo que la niña le daba". La aceptó. Después ya no
pudo desprenderse de Ceferina ni de Genaro que se convirtió en una piltrafa de
hombre.
Cuando Miguel Ropavieja comenzó a hablar de lo que había hecho, él instigó
a Andresito para tirarlo al agua entre los dos.
–Es un chivato, se lo merece –le dijo.
En sus adentros lo quería muerto para quedarse con Cacha. Por eso impulsó
el cuerpo de Miguel con toda la fuerza que le daba el enojo contenido, el odio
y el deseo.
Cualquier atardecer en Cayo Hueso es mágico y Teresa Clinger lo sabe porque
su hija se lo contó.
Le habló de Duval Street y su Sleepy Joe's que tanto embriagara a
Hemingway, el americano de "El viejo y el mar".
La primera vez que llegó nerviosa y con mucha plata le dijo que venía de
fotografiarse en Southernmost Point. También le dio detalles de Fort Taylor
Beach, la playa de arena áspera donde por esa suerte del destino encontró el
tesoro que le cambiaría la vida: Un hombre que se prendó de ella desde la
primera vez que la vio. Se enamoró de la gracia de la cubana, de su inglés
roto, de su manera de hacerle el amor. En cada viaje que hizo a la Isla siempre
la acompañó. Entraban de manera furtiva, en una lancha que los dejaba en alguna
parte de la costa y luego regresaba a buscarlos. Así hasta que ya no volvieron
más.
Pocos le creyeron a la Clinger cuando reveló la procedencia del dinero.
Solo el juez Edulterio Córdova y tenía motivos muy fuertes para hacerlo; Teresa
en la segunda entrada ilegal de su hija a Cuba, por mar, le dio una bolsa
repleta de dólares americanos que este supo enterrar muy bien.
A partir de ese momento ella comenzó a utilizar el dinero traído por la
hija y echó a rodar la historia del tesoro encontrado. Y aunque tuvo encima de
ella muchos ojos y especulaciones se mantuvo firme en la leyenda que el propio
juez le ayudó a crear. Ambos sopesaron las posibilidades que tendría a su favor
o en contra si llegado el caso tuviera que enfrentar un juicio por
enriquecimiento ilícito.
Fue el juez quien –con sus contactos en La Habana– la ayudó a cambiar la plata
para que pudiera usarla sin mayores contratiempos porque cualquiera que tuviera
dólar americano en Cuba u otra divisa estaba fuera de la ley.
Él era un hombre inteligente y le aseguró a la Clinger que si actuaba con
cautela y seguía sus consejos nadie iba a meterse con ella. Pero la Clinger
soñaba con una casita y se hizo una mansión. Soñaba con no pasar más hambre y
cuando nadie tenía que comer ella ofrendaba comida a los santos y les hacía
llegar a más de un vecino un plato de comida. Eso levantó la envidia de la
gente. Y la envidia es el peor enemigo de cualquiera.
Al día siguiente de haberle contado la verdad a Cacha el magistrado la
mandó a buscar. Ella fue de inmediato a verlo pensando que le tendría alguna
noticia sobre Reutelio. Llegó a creer que el hombre quería dinero. Sin embargo,
lo que el juez le dijo la trastornó. Iban a revisar su caso de nuevo y él no
podía hacer nada esta vez.
–No sé quién está detrás de todo esto –le explicó y continuó diciéndole–.
No sé qué tanto saben todavía, pero mejor estar preparados. Están haciendo unas
auditorias en La Habana, en las empresas donde trabaja la gente que metió la
mano en lo tuyo y ya tú sabes. Se han caído unos cuantos jefes gordos.
Ella farfulló algo entre dientes y salió a toda carrera tratando de
procesar la noticia recibida.
Él se quedó diciendo:
–Tú no vas a echarme palante ¿verdad? –pero ya ella no lo escucha.
Cuba es una isla y cuando alguien piensa en irse, es el mar el camino. No
hay muchas soluciones a la vista, al menos para el cubano de a pie que no es
artista o deportista.
Las salidas ilegales o los intentos de salidas ocurren casi a diario,
aunque todavía no se ha desatado la crisis del 94 que fue la válvula de escape
como consecuencia del Periodo Especial.
–Aquí, si no tienes dinero te mueres de hambre, con dinero te mueres de
hambre también, y si no estás pasando hambre es enriquecimiento ilícito. ¡Aquí
los mayimbes son los que tienen derecho a vivir!
Hablaba con sus muertos. Con sus santos. Estaba harta de todo y no quería
lidiar de nuevo ni con la policía ni con nada que oliera a problema. Supuso, en
su momento, que la santería siempre le serviría de mampara. Cada vez que hubo
un interrogatorio cuando lo del enriquecimiento ilícito, dijo que los clientes
le pagaban bien.
–¿Cuáles clientes, Clinger, donde están los ricos en Cuba que puedan pagar
lo que dices que pagan por una consulta de mierda? –le insistía el instructor
del caso.
Y era cierto, ya ni aparecía un pollo pa' remedio, peor una gallina prieta
o un carnero pa' darles sangre a los santos; hasta los gatos se estaban
esfumando de los barrios. La gente se los comía. El oficial que la interrogaba,
sin embargo, no pudo sacarle una palabra diferente a la planeada.
Pero si ahora estaban investigando ella tenía que irse. No tenía muchas
opciones. Solo su dinero.
En un auto de alquiler fue a donde Cacha después de correr a casa de cada
uno de los hijos y despedirse de ellos. Sus hijos no vivían mal. Cada uno se
buscaba lo suyo. Alfonso, con el dinero que ella le dio había puesto un molino
de arroz. Y eso era un negociazo, de los pocos que no estaban en la mira. Él
era precavido y lo que se comía en su casa nadie lo sabía. Mientras que
Caridad, como era ella solita dijo que lo que la madre le había dado le
alcanzaría hasta el día en que se muriera si lo administraba bien.
A los dos les mintió, les dijo que había tenido un sueño en el que Carmen
le pedía que fuera a Puerto Esperanza y tirara al mar unos caracoles
recogidos por ella en las arenas de Cayo Hueso.
–Después de eso ella va a regresar, va a venir a verme de nuevo –les
aseguró con vehemencia, secándose el sudor continuamente.
–No, mamá, tú tienes que estar loca. A ti el calor te ha puesto mal. Yo voy
contigo –dijo Alfonso.
–No –respondió ella–. Es mi sueño, soy yo quien tengo que ir. Solo yo.
Aún no sabe por qué fue a ver a Cacha. Se la encontró desfigurada por el
llanto, hecha un rollo sobre el camastro, muy afectada. Cuando le contó lo
sucedido Teresa se sintió culpable sin serlo. Y por esas razones que la vida
impone, a veces, sin que uno comprenda bien y que después al paso del tiempo
son motivo de arrepentimiento le dijo:
–Vamos conmigo. Deja a la niña con la abuela. Al final aquí ya no pintas
na'. Además, no vas a ser ni la primera ni la última que se va. Capaz que te
enreden en lo de Reutelio porque lo que buscaba se lo gastaba contigo. En este
país cualquier barbaridad puede pasar.
Y trató de hablar bajo para que la vecina no supiera de qué estaban
conversando:
–Preferible el mar a enfrentar la justicia y las habladurías de la gente,
los comentarios. Ahora solo tú y yo sabemos que ese desgraciado es tu padre...
pero pueblo chiquito infierno grande y después de lo que te acaba de suceder es
mejor comenzar la vida en otra parte. Yo siempre voy a apoyarte –le recalcó en
un susurro.
Cacha pensó en la hijita, en las noches de hambre, los apagones, el calor,
en lo chismosa que es la gente, en que sería la comidilla del pueblo, en la
humillación y el dolor que sentía, en lo injusta que estaba siendo la vida con
ella.
La posibilidad repentina de cambiar de existencia, de brindarle a su nena
algo diferente, de dejarlo todo atrás: aquel país lleno de miseria, de
frustración, sin futuro hizo que aceptara. Llevó a la niña a casa de la abuela.
No le contó todo, solo lo imprescindible. La abuela entendió. Se despidió de la
muchachita conteniendo las ganas de llorar, con una sensación de ahogo muy
fuerte dentro de su pecho.
–Te quiero mucho mi niña pequeña y del alma –le dijo en un abrazo
cubriéndola de besos–. Voy a regresar, voy a venir a buscarte. Tu mami va a
volver.
La niña comenzó a llorar y la abuela le pidió que se fuera.
–No mires para atrás y vete, ella ahorita se calma. No mires para atrás.
–Yo regreso mi niña, yo regreso.
Decidida a todo le sugirió a la Clinger que tal vez sería bueno llevarse a
Miguel Ropavieja, él no la iba a dejar irse sola si había la oportunidad de
acompañarla, además era hombre. Las podría ayudar y si ella iba a empezar una
vida nueva con quién mejor que con él.
Como a la una de la madrugada llegaron a la Autopista, una rastra los
recogió. Iba hasta Los Palacios, pero, no importaba. Allí cogerían lo que
apareciera para llegar a Pinar del Río y de ahí a Puerto Esperanza.
Cacha no habló en todo el camino, solo cuando pidieron los carnets de
identidad al día siguiente en un retén. Miguel estuvo conversando todo el
tiempo. Habló de todo hasta de pelota, el deporte nacional en Cuba. Su
intención era hacer que las mujeres se sintieran menos tensas. Pero en su
interior se sentía triste. Pesaba sobre él la tumba de la madre. Obligado por
las circunstancias no pudo ir a despedirse de su viejita. No pudo ir a decirle
que regresaría a traerle flores. Rosas rojas, las que le gustaban a ella.
El mar se ha quedado quieto y la embarcación apenas se mueve. La piel de
Teresa Clinger ya deja ver los estragos producidos por el sol y el salitre.
Ceferina tiene la boca hinchada y purulenta. Se le ha hecho una herida
debajo de la comisura del labio en la parte derecha. Ha perdido peso y la
camiseta que viste se ve mugrienta. Las quemaduras en brazos y espalda se ven
delicadas.
Cacha mira sin ver. Los ojos metidos en la cuenca de una manera extraña, y
con las manos apretadas entre las piernas. Así lleva horas.
Los hombres han tratado de permanecer alertas, turnándose para dormir por
temor a cualquier represalia y tratando de divisar algún buque al que hacerle
señales. Andresito está consciente de que ya no van a llegar a Miami ni a
ningún lado si no los recoge algo.
Revisó en su cerebro lo mucho o lo poco que sabe de las estrellas y se
convenció de que la corriente los arrastra cada vez más hacia el océano. Hizo
todo lo posible para que el motorcito arrancara, pero fue por gusto. Lo único
que consiguió fue sentirse más débil.
La única esperanza es que aparezca un barco y que los recoja. Los que han
visto han estado allá en el horizonte, demasiado lejos. Han hecho señales, pero
infructuosas.
La humedad y el calor son desesperantes, además de la falta de alimentos y
de agua. En derredor solo el mar de un azul intenso y algún que otro delfín que
se les aproxima.
Se está quedando medio dormido sin que sea su turno para el descanso. El
hambre y la sed se confabulan para vencerlo. Hace algún rato le pareció ver a
un tiburón avanzar por estribor y sumergirse debajo de la embarcación. No está
seguro.
El escualo tiene el cuerpo delgado y unos cuatro metros de largo. Los
tiburones no atacan a los seres humanos, a pesar de que abundan historias al
respecto. Solo agreden ante algún movimiento brusco de lo que consideren su
presa o atraídos por el color llamativo de algunas prendas usadas por los
bañistas o náufragos.
La aleta grisácea surca de nuevo el agua, se eleva. Es como una
alucinación.
Remigio, aunque tiene los ojos cerrados no ha podido descansar. El calor lo
ha sumergido en un letargo raro. Tal vez por eso y en un intento frenético por
reducir la temperatura de su cuerpo y de mitigar la sed decide tirarse al agua.
El momento elegido no puede ser peor.
El depredador actúa rápido confundiendo al hombre con una de sus presas
favoritas.
Andresito adormilado y en un acto de falsa solidaridad se tira al agua a
luchar con la bestia, pero ya todo esfuerzo es imposible.
Ahora es él quien está en problemas, quien se arrepiente de su actitud
irresponsable, irracional. Son dos los atacantes, son dos los dueños del mar.
La sangre fluye, su corazón la bombea y él no consigue que su cerebro dé las
órdenes precisas para detener la hemorragia. Se le escapa la vida por un error
de su subconsciente. Intenta subir a la embarcación, pero ya no tiene fuerzas.
De nuevo el tiburón tira de él.
¿Qué tiempo estuvieron los cuerpos mutilados de los dos hombres flotando
cerca de la embarcación? No tienen idea. Han soportado el hambre, la sed, los
días bajo el sol que les ha quemado cada pedazo de piel.
Las tres mujeres están recostadas sobre la cubierta. Ninguna de ellas tiene
fuerzas suficientes como para estar al tanto del paso de algún buque. Cada una
está sumida en una pereza diferente, perdida
la fe. En un último intento buscan dentro de sí a un orisha, claman por
ayuda. No hay respuesta. Solo el mar y el continuo movimiento de las olas.
La embarcación llora. Las amuras levantan una plegaria y la estructura deja
escuchar un lamento sordo.
Llorar no cuesta y Yemayá, la Reina de los mares, lo reconoce. Como madre
de cuanto ser hay sobre la faz de la tierra ella sabe del sufrimiento que hay
detrás del llanto de sus hijos. Llorar no cuesta dinero, pero con dolor
anticipado se ha pagado cada gota de llanto.
Emerge del mar. Ella es un Osha y su baile recuerda, ahora, las olas en
calma. Ella es fuente de vida. Y porque durante nueve meses como peces hombres
y mujeres nadan en el vientre de la madre. ¡Ella es la madre!
"¡Omío Yemayá Omoloddé! ¡Omío Yemayá! ¡Yemayá Ataramawa!" –la
saludan.
Hace su aparición erguida sobre la espuma, sobre el azul intenso dejando
caer una lluvia fresca en remolino sobre los cuerpos. Los cubre con su manto
crepé.
Viste un traje azul marino con adornos en azul y blanco. Lleva unas
campanitas cosidas al vestido; un cinturón de algodón blanco que justo al
centro –frente al ombligo– se funde con una coraza de figura romboidal.
Yemayá se aleja y al hacerlo su risa de mujer y de santa, de protectora y
amante, recuerda la vida. Se aleja y los cuerpos quedan allí en medio de la
nada. Parte rauda sobre una ola a socorrer a otros que la necesitan más. Se
deja llevar por el canto que escucha:
“¡Omío Yemayá!/ ¡Omío
Yemayá!
¡Oh Yemayá, Yemayá!
¡Omío Yemayá! / ¡Omío
Yemayá!
¡Omío Yemayá Omoloddé! ¡Yemayá Ataramawa!"
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