Capítulo 1
Soliloquio
Hubiera preferido nacer allí donde mismo se
erige el pocito de la virgen para ser santa, casta, bendecida y pura. Me tocó
un poco más abajo justo donde el río de Barrancones hace una curvita y la caña
brava se entrelaza y da sombra y fresco en medio del calor y de la humedad
insoportable de mi tierra. Esa es la mejor parte de mi existencia, aunque
reniegue de ella. Yo quería algo diferente para mí. Una nunca está conforme con
na. Pero es que no se puede estar conforme. Al menos yo ni siquiera lo
estoy con el nombre que me dieron al nacer: ¡Anacleta!, que eso no es identidad
pa nadie; con perdón de las que se llamen como yo o de los que nacieron
hombre y le pusieron Anacleto, y les guste su nombre: a mí no me gusta.
—¡Anacleta! Anacletica, ven acá y alcánzame un
poco de agua. ¡Anacletaaa…!
Imagínense a mi pobre madre limpiándose el
gaznate pa llamarme cuando me escapaba pa’l monte a buscar unos
mangos o unas naranjas, según la temporada. Ella optó por decirme Keta, Queta
con K porque la danza de los nombres raros y de las Katiuskas y de las Katias empezó
por mí, allá en el lejano año en que nací.
—¡Anacleta!,
ya terminaste la tarea.
—Maestra, que no me gusta que me digan así.
Mire, dice mi mamá que yo soy Keta con K, que todo lo demás fue un error del
juzgado.
Por más que le hacía la misma historia a cada
maestro que tuve ninguno tranzó. Creo que disfrutaban el llamarme por mi
nombre. Y yo los comencé a odiar y a escaparme de las clases cada vez que tuve
la oportunidad. Me llegaron a decir que era la niña mala de la escuela, después
la niña mala del barrio. Y hasta el cura de la Iglesia cuando me puso el agua
bendita en la frente se sintió tentado a indicar que había llegado a este mundo
para sufrir y vivir en pecado. Pero, se mordió la lengua y no dijo nada. Creo,
que eso fue cuando yo tenía unos siete meses de nacida. A mi madre la convenció
para que me bautizara la señora de un poquito más arriba, la que vivía con
Jacinto. ¡Jacinto, tremendo peje!
Regresando a lo del cura, pienso que debió
haber hablado y quizás de esa forma hubiera roto to lo que se me vino
encima. Si hasta hubo un tiempo en que la gente me veía pasar y murmuraba: Ahí
va la cantimplora. Tan bella y tan puta.
¡Caramba!, si el cura del pueblo se hubiera
manifestado o si hubiera yo nacido donde el pocito de la virgen, yo no sería la
que soy ahora. Dicen que el que bebe de esa agua jamás se va de
Candelaria. Por eso yo no me ido, porque
la bebí. Cuando pasó lo que pasó, fui hasta el pozo y tratando de hacer la
menor bulla posible conseguí sacar un poco. Los perros empezaron a ladrar y me
tiré a la cuneta hasta que por obra y gracia del santísimo pararon. Entonces fue
que la bebí, no fuera a ser que después algo sucediera y ya no pudiera hacerlo.
En realidad, lo hice pensando en que mi suerte iba a cambiar, en que iba a
poder olvidarlo todo, pero lo único que conseguí fue quedarme atrapada en esta
parte del mundo, en esta miseria… Sigo con la historia…
Al día siguiente el gran alboroto de que
habían tratado de robar en el vecindario, de que, si los perros habían estado
inquietos ladrando la noche entera, de que si alguien había visto un aparecio
sin camisa sobre un caballo blanco. Yo no vi nada ni sentí nada. Tampoco abrí
mi boca para hacer ningún comentario. Yo solo quería resolver mi vida de alguna
manera y que el destino cambiara el rumbo de mis pasos. Eso de soñar no se vale
y menos cuando ya te pusieron el cartelito de puta, pobre y vagabunda. Yo no
soy nada de eso. Soy Anacleta, ya me acostumbré al nombrecito que escogió para
mí mi bisabuela. Porque fue ella la de la idea y no mi madre. Soy Anacleta
Borgoñez, gústele a quien le guste y pésele a quien le pese. Y ya no tienes que
decirme Keta, me importa un timbal cómo me digas, que esta guajira nunca va a
cambiar y mucho menos por lo que diga la gente.
I
La mujer está reclinada sobre unas almohadas.
La cama de hospital parece un náufrago, en medio de la amplía sala. Unos
esparadrapos sostienen la aguja canalizada en vena. Ella mira a todos lados a
la espera de que algún conocido entre. Junto a la cama un sillón de mimbre. A
continuación, cinco lechos vacíos, desvestidos pero uniformes en color y en
apariencia. Ella cierra los ojos. Se siente un poco mareada. Quiere escapar,
pero no tiene fuerzas si quiera para incorporarse.
Durante el horario de visita el hospital se
convierte en una gama de olores y de sonidos que a veces la sobresaltan. Un sopor
la envuelve y cuando casi se está quedando dormida una voz familiar la hace
abrir los ojos:
—¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?
Es
Donato.
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