El peje de Jacinto
Desde que a Anacleta comenzaron a salirle los
pechos los ojos de Jacinto la perseguían a todas partes. Ni edad tenía ella
para entender lo que estaba sucediendo. Si salía a la guardarraya ahí estaba el
hombre con las botas y las espuelas relucientes, con el tabaco a medio fumar y
el sombrero de yarey cubriéndole parte de la frente hasta el entrecejo,
mirándola. Una tarde en que sobre el lomerío se levantó una tormenta de las
peores que ella recuerde, Jacinto se le apareció a galope cuando ella regresaba
de la escuela:
—Monta, pa que no te moje’… que eso que viene
ahí ta feo.
Una de las niñas que iba con ella preguntó:
— ¿Yo puedo?
Jacinto la miró de arriba abajo y contestó:
—No, hoy no.
No habían avanzado medio kilómetro cuando
empezaron a caer railes de punta y los goterones de lluvia se hicieron pesados
y cada vez más densos por lo que a Jacinto no le quedó otra opción que buscar
donde guarecerse. A ambos lados del camino de tierra algunos casuchos asomaban,
miserientos. Uno de ellos les sirvió de refugio mientras duró la tormenta. Estaba
abandonado. Suerte o premeditación. ¿Cómo saberlo?
—Eres igualita a tu madre —le dijo mientras le
ofreció un pañuelo para que se secara un poco la cara.
—Mi abuela dice que me parezco a papá.
—Esa vieja loca no sabe lo que habla. Tienes
la misma cara, los mismos ojos, la misma boca…
Entonces fue que se le acercó hasta que la
dominó con el peso de su cuerpo. Anacleta quiso quitárselo de encima pero no
pudo. La boca comenzó a saberle ácida y el aire a faltarle. Cuando Jacinto acabó
se hizo a un lado y le dio la espalda, no sin antes, y con la boca pegada a su
cara decirle:
—No le digas a nadie. Este va a ser nuestro
secreto. Si le dices a alguien más nunca haces el cuento.
Después de aquello Jacinto encendió un tabaco
y estuvo contemplando durante largo rato, en silencio, cómo caía la lluvia y el
lodazal que se formaba cuneta abajo. Ella se acurrucó en una esquina del
portalito, a su alrededor todo era oscuro y ni siquiera los relámpagos le permitían
ver la luz. No había escampado aun pero
Jacinto le dijo que ya era suficiente la espera, por lo que la ayudó a montarse de nuevo en el animal, que
espoleó fuerte hasta sacarle sangre. Unos minutos y la dejó con la madre:
—María, ahí tienes a tu niña sana y salva.
—Gracias Jacinto, eres muy amable.
Anacleta descendió como una sombra sin mirar a
nadie, y se escabulló entre las paredes de la maltrecha vivienda hasta llegar a
la parte trasera. Allí, en cuclillas y con la espalda pegada a la pared lloró.
Cuando sintió los pasos de la madre en la cocina se desprendió a correr rumbo
al río. La madre siguió en lo suyo sin percatarse de la ausencia de la
chiquilla.
La corriente de agua está oscura debido al
fuerte aguacero y arrastra de todo un poco. El de Barrancones no es un torrente
caudaloso ni mucho menos, pero tiene sus partes profundas, inquietantes y
también bellas. Con el agua sobre los tobillos, Anacleta se adentra en el río tratando
de alcanzar un montículo de piedra que trunca en dos al Barrancones. Mientras
avanza se va quitando una a una la ropa que la cubre al tiempo que se rasga el rostro, los brazos con sus uñas. Quiere
morir. Y parece ser que esa invocación suya es escuchada. En cuestión de segundos, a su alrededor, todo
se vuelve oscuro y confuso. El río ruge
y comienza a subir de manera precipitada dificultándole el paso, derribándola,
arrastrándola.
Ella batalla por liberarse, pero no lo
consigue. Las cañabravas se doblan sobre la corriente turbulenta como si saludaran
a alguien. Y a ella las fuerzas le faltan, grita, pide ayuda, intenta asirse a
algo.
I
La escuela sería el
mejor lugar del mundo si no fuera por Enriquito. La maestra la sienta muchas
veces al lado de él. Y este no se está tranquilo con nada. Molesta a Anacleta
continuamente. La pellizca, le dice flaca, fea, piojosa; y últimamente la
pincha con la punta afilada de su lápiz.
—Pégale, vírate y
pégale fuerte. —Ese fue el consejo de la madre.
Enriquito gritó,
pataleó y Anacleta fue castigada. De pie al final del aula, sin poder sentarse;
así estuvo por horas. Cuando por fin se lo permitieron sus extremidades estaban
adormecidas y le dolían. La volvieron a sentar junto al muchacho “para que
aprendan a llevarse bien”. Pero, ella no era del agrado de él y este se lo
demostró hundiéndole con inquina el grafito en su mano derecha. Por supuesto, lo hizo con acritud sin darle
tiempo a reaccionar y poniendo cara de “yo no fui”.
Ella resistió
callada, su mirada casi lo fulmina, pero resistió callada. El comenzó a gritar
como si alguien o algo lo estuviera lastimando. De nuevo la volvieron a
castigar. Entonces fue que vio la luz, una luz amarillenta, vacilante que salía
y entraba por la ventana del costado derecho del aula. Cerró los ojos unos
instantes y los volvió a abrir a la espera de que la luminosidad ya no
estuviera o de que al menos estuviese quieta. Pero, ahí estaba delante de ella,
meciéndose, dejándole ver poco a poco la figura de una mujer con un niño en
brazos y una corona de oro brillante y pulida sobre la cabeza. El niño también
luce una corona de oro muy fina y viste como un querubín. La
mujer le sonríe y se le acerca. Le dice algo al oído y Anacleta comienza a
silbar primero muy quedo luego más fuerte.
Todos en el aula se
voltean a verla y la maestra le dice que la espere en la dirección. Anacleta
sale como si nada silbando aquello que la aparición puso en su boca.
II
La madrugada entera
la gente se movilizó y la estuvieron buscando por la orilla del río, por el
lodazal y un poco más arriba cerca de los cañaverales. Llovía con mucha fuerza. Sin embargo, el río
ha recobrado su calma, las cañabravas ya no se inclinan sobre el lecho en señal
de reverencia, más bien se muestran erguidas como custodios serenos... Anacleta
abre los ojos, le cuesta respirar. Casi siempre le cuesta respirar. Es una
agonía para ella eso de llevar aire a sus pulmones una y otra vez, una y otra
vez. Siempre igual, de manera repetida: exhalar, inhalar, exhalar. Pero, en
esta ocasión el asunto es un poco más serio y comienza a toser para ayudarse
con la pesada tarea. Junto a ella la mujer de la corona de oro y el querubín. Y
la luz. Y un eco sordo en sus oídos:
—Bebe del agua,
necesitas beberla para ser fuerte. Ve al pocito y debe del agua.
Imagen de Efes Kitap en Pixabay
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