Después de un amor tempestuoso, talvez el mejor hasta hoy, me fui a
vivir con Wilfredo, uno de los seres más repulsivos de la Tierra.
Cuando nos dejamos conocí a Antonio. El pasaba mucho rato en el zaguán
del vecino y desde allí me contemplaba. Sus ojos saltones de sapo no me
perdían ni pie ni pisada. Tenía la piel muy curtida por el sol y casi
nunca iba bien vestido. Un día se me acercó y me trajo un regalo raro.
Me dijo que lo había encontrado en un charco cercano, poco profundo al
que acostumbraba a ir muy seguido.
Yo no quería aceptarlo, pero, sus ojos me dominaron y como una estúpida de pronto me vi dando las gracias.
Aquello fue suficiente para que esa misma noche se metiera en mi
cama. Creo que fue el destino que nunca ha sido muy misericordioso
conmigo.
Afuera las ranas croaban haciendo una algarabía inusitada. Dije algo al respecto y el solo se limitó a contestar:
—No le hagas caso.
Como a la semana ya había recorrido con él todos sus charcos
favoritos. Mi piel comenzó a curtirse y empecé a sentir adicción por
meterme en el agua para tener sexo con él. El líquido debía estar un
poco más arriba de mi cintura para que yo me sintiera satisfecha.
Antonio era un vago habitual, se alimentaba de lo que conseguía en
los lodazales. Tenía predilección por una avecilla blanca, en
particular; y pasaba largas horas esperando a que esta cayera en las
trampas que él minuciosamente preparaba para capturarlas.
Un día quise escapar de todo. Lo había visto muchas veces comiendo a
hurtadillas trozos de carne cruda. Sus ojos saltones se volvían muy
pequeños mientras destripaba a las aves. Los cerraba luego para deglutir
con extremado placer las vísceras aun calientes. Pudo más mi repulsión
hacia aquel ritual que la adhesión que estaba sintiendo por él.
Entonces fue que decidí quemarlo vivo. Pero, no lo hice. Se había
quedado dormido y me las arreglé para juntar mucha ropa a su alrededor.
Su ropa y la mía. ¡Toda junta haría una pira extraordinaria! En el
último instante decidí irme y dejarlo. Coloqué a su lado el extraño
regalo que me había dado aquella vez, para que cuando despertara se
diera cuenta de que todo había terminado. Detestaba sus festines, el
olor a sangre. No quería saber más de eso, quería recobrar mi piel suave
y no tan quemada por el sol.
Salí tratando de hacer el menor ruido posible y caminé, caminé toda
la madrugada. En aquel pueblito oscuro, lleno de tanta miseria no había
otra opción que no fuera caminar.
Caminé con la certeza de que escapaba de algo sobrenatural. Tres días
después la guardia me encontró. Dijo que yo tenía un crimen pendiente.
Pero no, no es así. Ellos están equivocados. No tuve nada que ver con la
muerte de Antonio.
Hay una abogada que me está visitando. Dice que vino porque ella se
dedica a defender casos como los míos. Al principio no la entendí bien.
Me contó de manera confidencial que no habrá juicio y que el gobierno
tratará a toda costa de ocultar el asunto. Ese es el motivo por el que
ha tomado mi caso. No debería estar presa si todos van a callar.
Ella exigió los resultados de la autopsia, los hologramas que le
hicieron al cuerpo cuando lo encontraron, el resultado de los
laboratorios. Dijo que fue escalofriante. Antonio tenía en su cuerpo
unas manchas rojas muy profundas y oscuras. Pero, lo peor fue dentro.
Su caja torácica reveló un esqueleto no humano.
Hoy la estoy esperando con desesperación. Hoy hace ocho meses de
aquella primera noche en que me acosté con él mientras las ranas
alborotaban afuera. Unos moretones han comenzado a cubrirme, y siento
unas ganas terribles de cazar. Mi repulsión por las vísceras y la sangre
ha desaparecido. Desde hace dos días no he parado de hurgar en una de
las esquinas de la celda y ya he atrapado a más de un bicho devorándolos
hasta el final a pesar de las miradas de asco de mis compañeras.
Hasta me parece que fui injusta con Antonio. Ahora entiendo su gusto
por aquella avecilla y el verdadero significado de su regalo.
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